Hacia el vértice del amor.
- Casa Fundacional de los Talleres de Oración y Vida
- 5 abr 2019
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 17 may 2019

En su propia carne Jesús llegó a experimentar que Dios no es, ante todo, temor, sino amor; no es primordialmente justicia, sino misericordia; ni siquiera es, ante todo, Majestad, Excelencia, Santidad, sino perdón, cuidado, proximidad, ternura, solicitud…, hay que nombrarlo, pues, de otra manera: en adelante, no se llamará Javhé, sino Padre, porque tiene lo que tiene y hace lo que hace un papá ideal de este mundo: siempre está cerca, comprende, perdona, se preocupa, protege, estimula. Después de experimentar lo que Jesús experimentó, no cabía llamarlo más que con ese nombre que encierra lo que hay de más digno de amor en este mundo: Padre. Y así se alteraba también de alguna manera, el primer mandamiento, que, en adelante, no consistirá en amar a Dios, sino en dejarse amar por Dios, ya que los amados aman, sólo los amados aman, y los amados no pueden dejar de amar, como la luz no puede dejar de iluminar. Fue un mundo nuevo, y la más alta revolución en la patria del espíritu.
Ahora, Jesús está en condiciones de lanzarse sobre los caminos, plazas y mercados para comunicar y proclamar una novedad substancial, una noticia espléndida de última hora, noticia intuida y “descubierta” personalmente, y comprobada copiosamente en los silenciosos años de su juventud: que el Poderoso es amoroso, que la Mano que sostiene los mundos lleva grabado mi nombre como señal de predilección, que por la noche queda velando mi sueño, y durante el día sigue mis pasos como sombra desvelada, y que, sobre todo, este Amor es gratuito: me ama sin por qué, y sin para qué; ni porque yo sea bueno, ni para que sea bueno: como la rosa que, por se rosa, perfuma; como la luz que, por ser luz, ilumina. Así, el Amor, por ser amor, simplemente y sin motivos, ama.
Del libro el El pobre de Nazaret de p. Ignacio Larrañaga
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